Si el clima filosófico helenístico influyó claramente sobre el pensamiento del surgir del cristianismo, es evidente que no menor fue la influencia de los elementos religiosos presentes también en el mundo helenístico. Los elementos que se destacan son:
Necesidad
de búsqueda de un dios personal salvífico. Esta idea está muy presente
en todas las religiones mistéricas de la época helenística.
Es dios personal salvífico, que intenta liberar al hombre, es un ser que muere (sufre pasión) y renace. Al mismo tiempo es un dios al que se tiende humanizar para así acercarlo más la realidad humana.
Dentro de las religiones mistéricas, presentes en la época helenística, (Atis, Osiris, Mitra), merece especial atención el denominado como CORPUS HERMETICUM. El Corpus representa un conjunto de escritos, compuestos durante los tres primeros siglos después de Cristo, y, atribuidos a la revelación del dios egipcio Thot (para los griegos Hermes mensajero). Pues bien, en ellos encontramos ideas que prefiguran claramente lo que más tarde nos dirá el cristianismo: el dios padre es luz y sabiduría y el verbo es su hijo. El mundo sensible surge por una especie de división interior en la voluntad del dios-padre ya que genera un segundo nous o demiurgo creado de los cuerpos celestes y la vida animal. Genera también un primer hombre, hecho a imagen y semejanza del padre. El hombre, sin embargo, se enamora de la naturaleza y sufre la caída lo que implicará que surja en él una doble naturaleza: mortal en tanto cuerpo e inmortal en cuanto tiene un alma semejante a dios. De ahí la lucha que se verá obligado a llevar a cabo para alcanzar el bien. En tal lucha será la gracia de dios la que le ayudará a ascender el alma para fusionarse con dios.
En
definitiva, el Corpus Herméticum intentaba realmente sincretizar
ideas religiosas procedentes tanto del mundo judío como de la literatura persa,
con el objetivo, por parte del helenismo (egipcio en este caso) por reducir
todas las religiones conocidas a una sabiduría única.
En
los 1 500 años transcurridos entre el colapso del mundo antiguo, por un lado, y
la formulación de la nueva filosofía y la nueva ciencia en el siglo XVII, por
otro, asistimos a la formación de la cultura y sociedad de la Europa
occidental.
En
el punto de partida se produce la consolidación de la religión e iglesia
cristianas y la desaparición del Imperio romano.
Desde sus modestos orígenes como secta judía, el
cristianismo se había extendido, por obra de san Pablo, como religión
universal, abierta a todas las naciones, ya en el siglo I de nuestra era.
El mensaje cristiano, que ofrecía a todos los hombres
la salvación en virtud de la fe en Jesús como el Cristo resucitado, fue ganando
progresivamente adeptos en todas las regiones y estratos sociales del imperio.
Ya
en el siglo II se redactaron las primeras defensas de la nueva religión por
parte de apologetas cristianos, griegos y latinos, con la intención de obtener
de los emperadores romanos reconocimiento jurídico. Al mismo tiempo
proliferaron las sectas gnósticas, con sus variados sistemas doctrinales y su
afirmación de una minoría de hombres espirituales salvados en virtud de un
conocimiento (gnôsis) superior al de la multitud. La gnôsis amenazó con
fracturar la unidad y distorsionar el mensaje cristiano.
En
el siglo III la incorporación al cristianismo de intelectuales paganos, como
Clemente de Alejandría y Orígenes, trajo consigo la inserción en la religión
cristiana de importantísimos componentes de la filosofía platónica. Comenzaba
así un proceso de construcción o interpretación filosófica del dogma cristiano
que, entre múltiples discusiones y «desviaciones» condenadas como «heréticas»,
culminó en los siglos IV-V con la formulación de dos dogmas fundamentales:
El
dogma trinitario (concilios de Nicea -325- y Constantinopla -381- ), según el
cual en Dios hay una sola sustancia en tres personas distintas.
El
dogma cristológico (concilios de Éfeso -431- y Calcedonia -451- ), según el
cual en Cristo, hombre perfecto y Dios perfecto, se unen las dos naturalezas,
humana y divina, en una sola persona y sustancia.
El
edicto de Milán, promulgado por Constantino en el 313, ponía fin a las
persecuciones del siglo anterior, que se habían revelado ineficaces, y concedía
a la religión cristiana el mismo derecho que a todas las demás «a rendir culto
a Dios libremente» en pro de la paz y del orden político.
A
partir de ese momento, la religión e Iglesia cristianas fueron objeto de una
especial atención y protección por parte de la institución imperial, en virtud
de la rentabilidad política que podía obtener de la sólida implantación social
y de la riqueza de la nueva religión. En este nuevo marco, los cristianos,
desde su firme convicción de ser la única religión verdadera frente al error y
superstición diabólica del paganismo, desarrollaron una actitud de
intolerancia, reclamando la prohibición y persecución de la religión pagana, al
tiempo que en sus escuelas proscribían de la enseñanza a los autores y
filósofos paganos.
Juliano,
denominado el Apóstata por los cristianos, intentó revitalizar, durante su
breve mandato como emperador (361-363), la religión pagana y conferirle una
organización estatal, al mismo tiempo que reprimía la intolerancia cristiana
con la proclamación de la tolerancia universal (extendida a los cristianos).
Pero este intento no sobrevivió a su persona.
El
emperador Teodosio impuso en el 385 el credo niceno en toda la extensión del
imperio, decretando penas civiles contra los herejes. Los años siguientes
vieron diferentes medidas políticas contra los cultos y ceremonias paganos. El
cristianismo había vencido; comenzaba una época nueva para el pensamiento.
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